Chichis y chochos

Vuelvo a estas páginas olvidadas, perdidas en la noche de la restauración. Algo me atormenta secretamente. No sé qué es ni a dónde pertenece. Es algo remoto y al mismo tiempo fresco como el presagio de días ya vividos. Sé que no serás tan cruel como para reprocharme este silencio de años. Después de todo no estuve en un lecho de rosas. Déjame decirte que la vida es dura, más dura de lo que tú y yo nos imaginábamos. No creas que lo sé. Simplemente lo adivino. Lo adivino después de días, meses, horas con todo y sus segundos; lo adiviné en mi encierro voluntario. Conocí otro mundo, no muy diferente del nuestro, con reglas semejantes, con personajes parecidos, pero otro, muy a pesar suyo, otro completamente distinto. En fin, no quiero ponerme solemne, llorar ni ahondar en recuerdos que realmente no son tristes, pero ahora duelen un poco.
No sé si he vuelto de la sombra. Quizá, más bien, he vuelto a la sombra. Pero esta sombra, si lo es, me hace feliz a su manera. Tal vez sea mi destino, el destino que yo elegí hace muchos años y que reclamaba mi presencia frente a esta máquina para contar lo que tenga que contar algún día. Tienes razón. Sé que lo notas. Lo noto yo también. Estoy particularmente solemne el día de hoy. Es algo que me viene ocurriendo desde mi regreso. Espero no haber perdido el sentido del humor porque entonces estaría frito. Creo. Sí, Pipuchis, no te flageles. Ya sé que siempre regreso atormentado y me vuelvo a perder por días, meses, años que parecen, más a mí que a ti, interminables. No lo entiendo. A mí también me desconcierta. Que seas mi diario no implica que tenga que visitarte todos los días, aunque tu nombre lo señale así. Eres mi espejo, la imagen donde veo siempre al otro, al que me acompaña todo el tiempo en este arduo deambular por la vida.
El título de esta entrada me lo sugiere una reflexión alrededor de la última vez que estuve por aquí. Era, casi literalmente, un tiempo de chichis y chochos. No es que yo no lo quisiera así. No pretendo engañar a nadie. Pero en un momento dado, de esos momentos que no tienen fecha ni hora agendada, me perdí de pronto en esa otra noche, la noche del deseo, y pretendí a toda costa satisfacer esa fruición, ese prurito de chichis y chochos recalcitrante, a toda hora, esa manía de coger o masturbarme con la imagen adecuada, ese desvanecerse ante una cámara indiscreta, chismosa, tal vez pública, que tarde o temprano exhibe tus miserias en algún portal, como mercancía gratuita, o casi, como carne barata, sin nombre, sin destino, amarga.
Así son las noches del deseo. Llámame moralista, si quieres. Lo merezco. De todos modos no dejaré de decirlo. El deseo te envenena el alma. No te sublima, te distorsiona. O quizá simplemente, saca a flote tu verdad interior, aquella imposible de asumir en público, esa que se oculta en las vergonzosas sábanas de lo siniestro, esa que se borra del historial, pero deja huella en la memoria. Así fue mi noche y no me dejarás mentir, pensé que no sería así, creí realmente en una especie de redención, sospeché que si me entregaba totalmente a una mujer podría salvarme de esa noche del deseo. Era mentira. Sólo renació con más fuerza, con renovados vigores, como una alimaña rehabilitada y vacía, dispuesta a rellenar los viejos odres, caliente, triunfal, noche, finalmente, noche del deseo, imposible de ocultar con el dedo, noche que ahora lastimaba, que hería o podía herir a los extraños, noche que renegaba del amor, que lo negaba sin misericordia en todos lados. El amor no existe, me decía, es pura mentira, me decía, mientras me empujaba hacia ella con la fuerza de un volcán en erupción, noches de los volcanes, noche negra, de ceniza e incandescencia, noche que no puedes llamarte noche, noche que me arrebatas, que me dejas caer de un precipicio, noche no sé de dónde ni de quién, noche fácilmente noche.
Así es, Pipuchis. Tú tenías razón. Yo tenía razón. Todo el mundo tenía razón. Pero yo no lo podía ver. Me cegaba el miedo a ser cruel. Puedes creerlo. Yo tenía miedo de ser cruel, de ensuciar más la vida con mi crueldad absurda y sin sentido, como todas las crueldades. Me dejé llevar por una desesperación dañina, por el ansia de complacer a una mujer. Sí, yo, aquel que juró sobre tus biblias que nunca más complacería a nadie. Soy el mismo, pero el tono de este post me indica que he cambiado. Yo también lo siento. Ya no puedo sentarme a burlarme del mundo tan fácilmente. En este tiempo oscuro, o blanco, si lo prefieres, hasta me di la oportunidad de trabajar. Entré a una escuela como sustituto de una profesora de literatura. Teníamos que ver novela y hasta pensé que era una señal. Abriría mi vida académica con lo que más me gusta de la literatura: las novelas. Pero mis lecturas de la novela latinoamericana son antipedagógicas. De hecho en ese momento estaba leyendo o acababa de leer Conversación en La Catedral y no voy a decir que la odié porque sería una mentira, pero me pareció que no me daba lo que yo estaba buscando, me pareció que me escatimaba la novela misma, la historia misma, en aras de un formalismo ridículo y desgastado hasta la ignominia. Por lo tanto, Vargas Llosa ya no es una prioridad para mí, abandonó el panteón de mis autores favoritos. No hice grandes descubrimientos como maestro. Si acaso a Emilio Carballido pero, no sé, no lo he leído con atención. Me cuesta trabajo poner atención, otra vez, como hace dos años cuando dejé estas páginas siempre inconclusas. He vuelto a mi centro.

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