La noche es nuestra

Todavía me duelen las entrañas cuando me acuerdo. Los últimos días en casa de Guadalupe a veces parecen imborrables. Hice una larga caminata por la calzada de Tlalpan para despejar la mente. Liberarla de aquellos pensamientos homicidas no era una tarea para nada fácil. En esas calles todo es viejo. Hasta las piedras lucen decrépitas a la luz del sol.

No había nubes. El cielo estaba despejado y sin el menor asomo de tormenta. Pero de pronto, la promesa de una lluvia ligera alzaba la cabeza en el horizonte. Y yo que había perdido la costumbre de andar con paraguas. Guadalupe me había enseñado a mojarme con la lluvia de primavera como una forma de mitigar el calor. Agüita de mayo, la llamaba ella. 

Pensaba que esa tarde iba a mojarme. Con gusto me hubiera empapado y hasta disuelto en la peor de las tormentas otoñales. Me sentía devaluado, seco, obsceno: consideraba mi vida un verdadero desperdicio hasta ese momento. ¿Por qué me había entregado al primer guiño seductor como una colegiala cualquiera? Tenía derecho a otra vida. Tenía derecho a otras mujeres. Era libre. Por primera vez en mi vida estaba solo. Ya no tenía nada que perder. Ya no me quedaba una reputación que cuidar. ¿A quién le importaba lo que yo hiciera conmigo mismo? Sentía unas ganas tremendas de ser más de lo que había sido hasta el momento. Ya nada me detenía. Me habían soltado la cadena. Esos aires de libertad me acariciaban la cara. De pronto tenía la puerta abierta para hacer de mi culo un papalote. Sólo tenía que sonreír: una sonrisa bastaba para cambiarle el nombre al mundo.

¿De dónde salió esa mujer? Parecía que me estaba esperando ahí desde hacía siglos. Tenía el cabello casi anaranjado, los ojos verdes, de un verde natural, nada de pupilentes de colores, verdes con ribetes rojos, como una planta carnívora. Nos miramos mutuamente como esperando que el otro hiciera el primer movimiento. El maquillaje comenzaba a escurrir de las orillas de su rostro ajado. Las otras nos envidiaban desde la soledad de sus respectivos parabuses, cansadas de esperar el milagro que ahí se producía. No era una operación de compra-venta, no, era el encuentro de dos almas gemelas exhaustas de buscarse sin encontrarse.

-Capuchino para el joven.

-Gracias. No quería estar solo esta noche... Te juro que sólo van a ser unos días.

-Puedes quedarte todo el tiempo que quieras, corazón... Lo que sí es que mañana tienes que desaparecer todo el día. Los domingos en esta casa son familiares. Van a venir mis nietos, mi hija. No pueden verte aquí ni de chiste.

-Siempre tengo que desaparecer ante los hijos. Supongo que nunca me libraré de esa plaga infernal... No te preocupes, soy experto en perder el tiempo en las calles del Centro. Ya encontraré algo en qué entretenerme.

-No te vayas a meter con otras putas. Esta semana te quiero para mí. Me lo prometiste. Es la única condición que te pongo para dejar que te quedes en mi casa. Quiero que me seas fiel por siete días.

-Te pediría lo mismo si no supiera que las ninfómanas no pueden resistirse a la tentación. Sé que me engañarás y quién sabe con quién. Ni siquiera le vas a preguntar el nombre.

-Es mejor así. No se trata de tener agenda... Ahora ven, vamos a aprovechar esta noche. Quiero que me hagas todo lo que se te antoje. Y yo también quiero tener barra libre. Me vas a dejar hacerte lo que yo quiera. ¿De acuerdo?

-Por favor, no me vayas a cortar el pajarito. Es el único que tengo y mal que bien me da para comer.

-Sería incapaz de hacer algo así... Sólo déjame jugar con él. Hacerle travesuras.

-¿Qué quieres decir con travesuras... ¡Bendita seas tú entre todas las mujeres! ¡Mira nomás qué traviesa me saliste!

-Esto no ha hecho sino empezar, criatura de Dios. ¡Te voy a hacer pedazos!

-¡Dios mío, me estoy cogiendo a la hermana de Mauricio Garcés!

-¡Qué bárbaro!... No sé cómo me aguanto las ganas de devorarte...

-¡No me digas que eres la mamá del caníbal de la Guerrero!

-No tengas miedo, corazón. No te va a pasar nada. En esta casa sólo se come carne roja en vigilia.

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