Tiempo de morir

Gabriel García Márquez no desayunó esa mañana. Era lógico. Se dedicaba a la literatura en una república bananera con pretensiones de liderazgo continental. Hablar el mismo idioma en un país hermano del suyo no le había abierto las puertas como él esperaba. Incluso, consideraba preferible la condición de sudaca en España a la de paria literario en México. Su amigo Carlos prometió presentarle al hijo de un productor de cine que planeaba realizar su primer largometraje. Cuidado, le advirtió Fuentes por teléfono, se cree Buñuel. Además, tiene una extraña aversión contra el acento sudamericano. No distingue a un colombiano de un venezolano. Nadie en este mundo posee un oído tan sofisticado. Así que más te vale disimular un poco tu caribean voice, si es que aprecias en algo los estómagos de tu familia.
El joven Arturo llegó puntual a la cita con el maravilloso escritor que le tenían prometido. Se trataba de un portento de las letras hispanoamericanas que no había comido en tres días. Necesitaba urgentemente un ingreso y escribiría cualquier cosa para satisfacer a los productores. Arturo, siempre independiente, le aseguró que su padre no tendría ninguna injerencia en la elección del guión. Estaba abierto a las propuestas. García propuso y Arturo sugirió. "Siempre he querido filmar un western crepuscular". ¿Qué demonios es eso?, se preguntó Carlos en su fuero interno, mientras Gabriel asentía entusiasmado. Perfecto, es una gran idea, Arturito. Si me vuelves a decir Arturito..., pensó el junior, al tiempo en que sopesaba la modesta edición de El olor de la guayaba que García Márquez o Fuentes, no se acordaba, le habían regalado. ¿Has vendido mucho?, le preguntó, para romper un poco más el hielo. Entonces, ¿western crepuscular, no?, se desvió Gabo, en un sobresaliente cambio de juego.
Gabriel García Márquez desarrolló el argumento durante la velada, dejando estupefacto al incipiente cineasta que a duras penas había leído La Sirenita en el librero de su papá. Fuentes, entretanto, coqueteaba con un par de turistas holandesas a las que invitó de noche caifanesca por las calles de la ciudad. Arturo seguía encantado con las proezas narrativas de su nuevo héroe. Sin embargo, ignoraba que el muy Gabo no le estaba contando más que una tragedia griega adaptada al viejo oeste norteamericano. Arturo sentenció: Tú y yo juntos haremos historia. Y poco tiempo después, pidió otra ronda de lo mismo.
En plena hora del yo te estimo, García Márquez tuvo una iluminación. Llevaba años tratando de desenredar una novela de proporciones bizantinas que seguía sin tener pies ni cabeza hasta esa noche mágica, prodigiosa, en que la borrachera con Arturo Ripstein desenmascaró a uno de los personajes. Gabo empezó a tomar notas mentales para que el alcohol abandonara su sangre. Eso era, un hilillo de sangre de José Arcadio Buendía recorrería la ciudad de Macondo en un éxodo frío e interminable. Amigo, le sonrió Ripstein, brindo por tu literatura, por el whiskey y por las gringas de chichis grandes. Salud, respondió Gabo, en estado de catatonia narrativa. En ese momento no era un periodista colombiano radicado en México, sino un instrumento de la naturaleza para que el mundo entero conociera el milagro de la sangre de José Arcadio. Te voy a presentar a Marga, continuó Arturo, a un whiskey del delirium tremens, es bien jaladora. Vas a ver las divertidotas que nos vamos a dar en la lectura del guión. En México no se acostumbra, pero te voy a invitar. ¡Cómo chingados no! O qué. ¿No es mi película? Le voy a cambiar el rostro al cine mexicano. ¡Ayyyyyy, verdá de Dios que sí! ¿Gabo? ¿Dónde estás cabrón? No te me escondas, pinche zulianito. ¿Crees que no me he dado cuenta de que eres venezolano?
Gabriel García Márquez había sido raptado por las musas.

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